martes, 24 de febrero de 2015

Imaginación, Gubia, y Polvo

Después de llevarse el último bocado de pan a la boca, masticarlo pacientemente y tragarlo, sintiendo la dureza de la cáscara de la espelta, se levantó y se dirigió pacientemente al viejo taller, contiguo al corral. Uno de los tres pórticos del patio. Se anudaba la cinta de cuero a la muñeca y al pulgar, una vez más.

La luz de otoño se filtraba a través de las telas de lino que  colgaban de los marcos de las ventanas, impregnando de ocre y bizcocho el ambiente. Las motas de polvo y serrín bailaban variaciones de la Sílfide.

Las sandalias de cuero pisaban el antiguo albero en dirección al a sombra. Allí le esperaba la mole con olor a pña, monte y resina, de leño de Bolonia. Había aprendido a valorar la madera, a acariciar el tronco, y sentir las formas que habitan en el interior y que hay que sacar fuera.

Un niño observa desde el patio, apoyado tímidamente en un naranjo. El trabajo de la madera le gusta, lo ha vivido desde que tiene uso de razón. Todavía no puede usar la gubia, no por peligro, sino por respeto a la herramienta. Sueña con líneas curvas, ángulos imposibles, volutas, texturas y pinturas de oro. Mira con delicadeza el suave movimiento acariciado del formón, el siluetado mítico del serrucho.

En una vieja sacristía, apoyado contra la pared, descansa un inerte San Juan, al que le faltan dos dedos, y varios deconchones adornan la verde túnica, y deslucen el cabello de la modesta escultura de madera y yeso. Aguantando el paso de los años, recibiendo el sol que entra por la ventana, dejando al descubierto las motas de polvo, y las vergüenzas de lo añejo y la desidia.

Se lavó las manos como era obligatorio, por respeto, y purificación, y cogió un poco de la crema de garbanzos que su mujer había preparado, Echó de menos esos días de pascua en los que podía saborear la grasa del cordero, y la mecha inigualable de los muslos de lechal.Un manjar. Enrolló con una hoja de higuera un puñado de arroz aromatizado con limón, mientras pensaba en un matiz para una nariz, y con dos uvas en la mano quiso dibujar en su mente dos ojos que cautivaran la noche de los tiempos. Terminó su vino, agrio, y salió de nuevo en dirección al taller. No estoy para nadie, ya saldré. Se fue, se encerró sin miedo, a mirar cara a cara a la providencia.

Con su libreta de hojas muertas y su carbón que bien cupiera en un bolsillo, visitaba salas comunes de hospitales. Una mascarilla de tela en la boca, las redondas gafas sucias por el sudor que caía de la frente y por el polvo constante y eterno que se respiraba en el ambiente enfermo. los empujones, las prisas de las hermanas, el ruido de las bombas fuera, los nada apagados aullidos de dolor, el sentimiento de angustia. Como una mano invisible que agarra el interior de la entraña. Se sienta en el borde de una cama, dibuja, intuye, rasga en el papel los rasgos de aquel que se despide. Sintiendo que alguien le va a elevar a la inmortalidad se sumerge en un desapacible sueño lleno de dolor. La última espiración se le quedará grabada al otro, maldiciendo el cuaderno, las camas, las gafas, las navajas y las persianas a medio bajar..



Foto extraída de ABC


Vuela la imaginación de los que la ejercitan, de los que ven, oyen, sienten, incluso mastican el alma de las piedras, de la madera, del yeso, de los materiales que el planeta nos regala, y que están ahí, para quien quiera verlos y aprovecharlos. Rescatan de un limbo seco las faces, expresiones, que simbolizarán la fe y anhelo de los miles. Regalan al mundo la carilla vuelta de un almanaque de bolsillo, advocación de capilla oscuramente barroca de catedral, o llavero en oscuro bolsillo.

A los imagineros, aquellos que le piden permiso al mismísimo Dios, y al mismísimo humano, para retratarlo.

Los fotógrafos de la fe.

Las motas de polvo en el aire de la cotidianidad, los que se posan pacientemente en la forma, y la moldean.




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