Es un lujo invitaros a leer este artículo de nuestra amiga Leticia Ortiz, periodista burgalesa, admirada amiga, taurina, y carnavalera de pro, de las del viejo Martín y del Caracol.
Les dejo con este texto, agradeciendo una vez más vuestro apoyo en la sección " Firmas Amigas".
"Un simple testigo
Agradezco a quien me deja aparecer por
aquí para narrar algo que llevo muy dentro y que quería compartir.
No me voy a presentar, me conocen de sobra. Igual suena pretencioso,
pero es la verdad. Dicen de mí que soy de las más espectaculares y
bonitas de las de mi ‘especie’. Cada día son cientos los que se
fotografían conmigo. Los que alaban mi belleza. ¡Cómo esperan que
no se me hayan subido un poco los humos! Me llueven los piropos, y
eso que ya no soy una jovencita, más bien al contrario. Lo intento
disimular e, incluso, me he hecho algún que otro arreglo. No lo
oculto porque ahora está de moda y a nadie le sorprende.
Pero no venía a hablarles de mí. O no
exactamente. Como les decía, llevo muchos años en pie. He visto
casi de todo. De guerras a casamientos, de muertes a nacimientos, de
sueños cumplidos a dolorosas frustraciones. No siempre se me
respetó. Unos franceses, en su locura, cuando vieron que no podían
con mis duros vecinos, se vengaron a bombazos. Y aquí no nos hacemos
tirabuzones con la pólvora de los fanfarrones. Me dejaron hecha un
cuadro. Algunos me marcaron, como si yo fuera patrimonio de una
ideología u otra. Aún tengo el fascista nombre sobre mi piel. Ante
mí se cuadraron artesanos, militares, curas, actores de Hollywood,
dictadores, políticos, deportistas...
Sin embargo, de todo lo que ha pasado,
y sigue ocurriendo a mi alrededor, solo hay dos momentos que se
repiten cada año y que hacen temblar mis centenarios cimientos.
Cuando la tarde del Viernes Santo está
llegando a su fin, una campana rompe el silencio. Tocan a muerto.
Unos hombres, mitad monjes, mitad soldados, recuerdo de un olvidado
pasado, recorren mis naves en busca de la Luz. La única que de
verdad existe en la tiniebla. Andan por mis entrañas en la
oscuridad, y se llevan al Yacente a hombros, para exponerlo ante esa
muchedumbre que le llevó a la cruz. Algún año, el cielo ha
acompañado a la solemnidad y tristeza con nubes que amenazaban
tormenta. Cuando el Cuerpo del Cristo muerto es depositado en su
última morada, en esa inmensa urna transparente que recorrerá las
calles de Burgos, notó las piedras vibrar, rasgarse como cuentan que
lo hizo el templo de Jerusalén hace más de 2.000 años.
Es mi segunda gran emoción en 24
horas. Al caer la tarde del Jueves Santo, soy testigo privilegiado de
un Encuentro. Desgarrador. Una Madre que ve a su Hijo por última vez
ante de un destino marcado que le llevará a la muerte. Desde mi
inmensidad, contemplo el esfuerzo de aquellos que engrandecieron la
Semana Santa de esta tierra quitando las ruedas de un paso para
portar sobre sus hombros a una Dolorosa que refleja en su expresión
el sufrimiento que ninguna madre debería vivir jamás. Mientras, por
el otro lado, otros valientes le sirven de pies al Hijo, al que nos
salvará a costa de su propia muerte. Cientos de personas me visitan
ese día. Me contemplan boquiabiertos en la espera. Alguno descubre
incluso detalles que nunca habían visto. Pero, por una vez, yo no
soy protagonista. Lo son ellos, los que se encuentran bajo un
silencio que se puede cortar. Las lágrimas brotan de muchos ojos que
contemplan el momento. El castellano es recio, pero se emociona. Sin
alardes. Sin golpes de pecho. Con la sobriedad que siempre le
acompaña. Una ligera reverencia de Cristo ante la Virgen pone fin al
efímero Encuentro. ¿Cuánto debería durar la despedida de un Hijo
con su Madre? Cada uno vuelve a su casa, despacio, alargando el
tiempo para ver si así se aplaza lo irremediable. “Hágase en mi
tu voluntad”.
Y yo sigo ahí. De testigo. Con mis
piedras centenarias emocionadas. Porque, al final, ante algo tan
grande como esto, por muchos halagos que reciba, yo soy una simple
Catedral."